miércoles, 15 de septiembre de 2010

LA CIUDADANÍA REVOLUCIONARIA


Castells Irene
Universitat autònoma de Barcelona

http://idt.uab.es/erytheis/texte-integral.php3?id_article=78&lang=es
La invención de la ciudadanía, como elemento constitutivo de la política moderna durante la Revolución francesa
El título de esta ponencia se refiere concretamente a la ciudadanía que implantó la Revolución francesa. Ciudadanía revolucionaria doblemente: por la novedad absoluta de su contenido y porque fue conseguida a través de una ruptura radical con el pasado, con el Absolutismo y con el Antiguo Régimen (Pérez Ledesma 2000).
Fueron los revolucionarios franceses quienes inventaron en Europa la figura del ciudadano moderno y plantearon el horizonte de los derechos que se debían alcanzar para la obtención de una plena ciudadanía: es decir, los derechos civiles (todos iguales ante la ley), los derechos políticos (el derecho de voto y el de la participación de los individuos en la política) y los derechos sociales, que implicaba una perspectiva de igualación en las condiciones materiales de la vida. El concepto moderno de «ciudadanía» vino a sustituir al «ideal de ciudadano» del mundo clásico más restrictivo y cambió enteramente las relaciones del individuo con la sociedad y el gobierno. La Revolución trajo consigo la construcción de la ciudadanía, en la medida en que el Estado concedió a los individuos que lo integraban el derecho al disfrute de las libertades fundamentales, reflejadas en un conjunto de reglas jurídicas y políticas que las avalaban. La nueva ciudadanía respondía a un modelo global e igualitario que se operó a través de la apropiación colectiva de la soberanía real. El derrocamiento del absolutismo produjo como resultado lógico la igualdad política de los individuos, la cual respondía además a un imperativo sociológico para acabar con el universo de los privilegiados. O sea, que, en el plano de los principios, la democracia se inscribe desde el inicio de la Revolución como condición esencial de la realización de una sociedad en libertad. Porque la ciudadanía no es ni más ni menos que eso: el ejercicio de la libertad en sociedad. En 1789 la figura del ciudadano estuvo en el centro de los acontecimientos y de las representaciones. En 1789 emerge una nueva cultura política de la ciudadanía. La igualdad política afirmada en 1789 es algo derivado del reconocimiento de la igualdad civil: es el surgimiento del individuo-ciudadano (Rosanvallon 1992). Hubo así una redefinición de la naturaleza del poder político a partir de las necesidades de este individuo que irrumpe en la vida política. Y a este individuo se le aplica el calificativo de ciudadano, es decir, miembro abstracto de la Nación, considerado en sí mismo, independientemente de toda determinación económica y social. Esto fue posible por la existencia de una profunda mutación en la percepción de la realidad social, en virtud de la cual el pueblo se apropiaba de la soberanía real en la medida en que quedaba identificado con la nación. Esta apropiación conllevaba esa nueva percepción de la división social donde la libertad y la igualdad otorgadas a todos, tenían como punto común los aclamados Derechos del Hombre. O sea, que la ciudadanía equivalía a la interacción de los derechos civiles y políticos derivada del principio de soberanía colectiva. Se hizo un doble trabajo de abstracción en el que a cada individuo correspondía una parcela de la potencia soberana, al tiempo que se superponía la esfera política con la esfera de lo civil. En ese sentido, los derechos políticos no procedían de una doctrina de la representación, sino de la idea de participación en la soberanía.
Aquí es donde se produjo la gran mutación. Al identificarse la soberanía con la nación, la idea de sufragio cesó de insertarse en una lógica representativa y el nuevo concepto de ciudadanía afectó al menos a tres niveles:
la ciudadanía legal: esto es el ciudadano igual ante la ley, en contraste con los antiguos privilegios locales o estamentales;
la ciudadanía política que contempla al ciudadano como miembro del cuerpo político y participante en los asuntos públicos, y
la ciudadanía nacional, es decir el ciudadano integrado en la Nación frente a su vinculación anterior a los cuerpos intermedios propios de una sociedad estamental.
En el segundo de estos niveles, el que se refiere a la participación política, la novedad tropezó con dificultades, ya que el planteamiento incluía algunas restricciones para el disfrute de los derechos políticos, consideradas como inaceptables, puesto que las normas electorales de la primera Constitución revolucionaria, la de 1791, violaban los principios de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, cuyo artículo primero afirmaba que los Hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Esto dio lugar a dos concepciones de la ciudadanía enfrentadas.
La primera de esas visiones procedía del mundo clásico, pero su influencia aún estaba presente en el siglo de las Luces, que reinterpretó la cultura política republicana de Grecia y Roma ya que, por ejemplo, en la democracia ateniense sólo los varones de origen conocido, padres de familia, guerreros y propietarios de trabajo podían disfrutar del derecho a gobernar y ser gobernados en el seno de la polis. El resto, las mujeres, los metecos y los esclavos estaban excluidos de la ciudadanía. Siglos después, en plena Ilustración, aún pervivían estas restricciones, tanto respecto a las mujeres como a los menos ricos, pues en la Asamblea Constituyente, muchos diputados apoyaron la concepción de ciudadano-propietario ya que consideraban que era él quien defendía mejor el desarrollo del progreso y de la verdadera libertad.
A esta definición se opusieron los diputados demócratas de la Asamblea Constituyente, mediante la denuncia del sistema censitario, el veto real, el mantenimiento de la esclavitud y la represión de que fue objeto el movimiento popular. Abogaron por el sufragio universal masculino y una ciudadanía abierta a cuantos habitaban el país. No defendieron ésta en términos de «nacionalidad», concepto extraño a la época, sino con el argumento del derecho que tienen todos los habitantes del territorio por el mero hecho de serlo. Simplemente, los extranjeros que residían en una localidad durante un año se convertían en ciudadanos si lo deseaban. Ello es una muestra más de que la adquisición de la nacionalidad para los extranjeros tiende a imponerse para todos como condiciones de ejercicio de la ciudadanía política[1].
La pregunta que debemos hacernos es cómo fue que estas dos concepciones de la ciudadanía que se confrontaron durante la elaboración de la Constitución de 1791, habían podido converger en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que fue además el Código de la Teoría revolucionaria. Con ello entramos en el punto de las filiaciones teóricas de estas concepciones.
La explicación está en que hubo varias corrientes en la Ilustración pero todas ellas bebieron de la Teoría de los derechos naturales del hombre plasmada en la Declaración de 1789. El derecho natural precede al derecho positivo, es decir, legislado, y se basa en la afirmación de una naturaleza humana preexistente a la sociedad y cuya característica esencial es la libertad. El hombre esta hecho para vivir libre. La libertad es una propiedad del ser humano. Ser libre es no estar sometido al poder de nadie a condición de no someter a ningún hombre al propio poder. Esta reciprocidad es llamada igualdad en esta concepción. Y la libertad en sociedad consiste en obedecer a las leyes y no a los hombres, leyes en cuya elaboración se ha participado. Esta libertad en sociedad es la ciudadanía, que es por ello otra propiedad del ser humano. Estamos en pleno corazón de la teoría del derecho natural inspirada en gran parte en los escritos del teórico inglés John Locke, y que fue la cultura política común de la generación revolucionaria (Gauthier 1992).
Los revolucionarios franceses, que quisieron legislar no sólo para Francia o para Europa, sino para toda la humanidad, presentaron el orden político que fundaron como unas nuevas Tablas de la Ley, pero de una ley producto de la razón humana, que marcaba el inicio de una nueva era: la de los hombres y sus derechos. Las sucesivas Declaraciones de la Revolución reconocían estos Derechos, a los que debía estar subordinado el nuevo cuerpo político. En esta Teoría, la Declaración del Derecho natural tenía como función precisar el campo de la política, el lugar del debate público. Según la doctrina del derecho natural el ejercicio de los poderes es limitado por definición y está subordinado al primado del derecho natural declarado, cuya función es precisar los límites en que se ejercen los poderes del individuo, de la sociedad y del gobierno. Esto implicaba una convicción profunda de la necesidad de construir una nueva sociedad basada en los principios filosóficos de los derechos naturales, y no en la tradición y en la historia.
Los debates de los constituyentes durante 1789 se hicieron en el marco teórico de los derechos naturales y de la voluntad general de Rousseau, concepciones comunes a todos y de las que participaban tanto un Sieyès como un Robespierre. La democracia como horizonte se hallaba inscrita en la Declaración de 1789, y está en el origen del proceso revolucionario y del resorte mismo que puso en pie a los revolucionarios de 1789. Es decir: la lucha contra la tiranía y el despotismo, la lucha contra el poder arbitrario de un individuo y contra el sistema arbitrario de organización de los poderes públicos. Como ya he comentado, el primer resultado de esta lucha fue la erradicación de la soberanía del ámbito de lo divino y su desplazamiento al ámbito de la nación como voluntad general. A partir de entonces el orden social no podía fundarse en la fuerza sino en el derecho, el cual legitima el acto de asociación voluntaria entre los hombres, lo que dio lugar a la ciudadanía y al gobierno de la Nación. En consecuencia, la soberanía, propiedad exclusiva y colectiva del pueblo, es la única que puede fundamentar la legitimidad del gobierno. Quedaba así establecida la doctrina moderna del contrato social que define la legitimidad por oposición al despotismo y a la conquista.
Respecto al funcionamiento de los poderes gubernamentales, la teoría política de los derechos naturales se oponía frontalmente a la concentración de poderes propia del absolutismo, que impedía el ejercicio de la ciudadanía. Según aquélla lo fundamental es la separación de los poderes y la jerarquización y subordinación de todos ellos en una escala perfectamente definida: el poder ejecutivo se subordina totalmente al poder legislativo y éste queda limitado por el respeto de los principios de la Declaración de los derechos naturales, por lo que lo político queda subordinado a la ética del derecho declarado. Por eso se estableció desde 1789 el poder legislativo como poder supremo y durante toda la revolución encontramos una guerra abierta por parte del legislativo para controlar al ejecutivo. Y era lógico, puesto que en el siglo xviii existía una confusión de poderes en la persona del rey.
Por ello, el derecho al sufragio ya no se registra en una lógica representativa: los excluidos del sufragio no son excluidos de la nación: de ahí la fórmula ideada por Sieyès de ciudadanos activos (los que podían votar) y los que no. Los hombres de la Asamblea Constituyente creían además que el progreso de la civilización disminuiría la pobreza y permitiría universalizar la figura del ciudadano activo. No había por tanto en la filosofía de la primera Asamblea de la Revolución una actitud especialmente favorable al sufragio censitario, aunque lo impusieran. Pero pensaban sobre todo en una sociedad regulada por la igualdad política. Porque lo decisivo y radical de 1789 iba mucho más allá de lo burgués y apuntaba a la raíz del hombre por encima de las clases, lo que nos hace tener en cuenta que la Revolución francesa antes que nada fue una revolución política sobre bases filosóficas y todo lo demás le vino por añadidura como lógica derivación de un proceso llevado a cabo a trancas y barrancas en medio de enormes y violentas contradicciones. Porque con frecuencia, la vida política y social entró en contradicción con los principios declarados, de modo que a lo largo de 10 años de luchas políticas y sociales esta cultura política común de los revolucionarios se fue disociando y diluyendo. Pero la Declaración de 1789 quedó como texto fundacional que incluía en su seno las orientaciones fundamentales de la Revolución, el embrión de todas las transformaciones democráticas.
El ejercicio de la ciudadanía durante el proceso revolucionario: algunos de los problemas derivados de este ejercicio
La primera cuestión nos remite a las relaciones entre Representación y ciudadanía, pues el primer conflicto surgió ya respecto al tema de la participación ciudadana. Los diputados demócratas de la Constituyente defendieron que el monopolio de la ciudadanía no debía detentarlo el cuerpo legislativo, sino que había que contar con otras manifestaciones ciudadanas, expresadas en la enorme sociabilidad política creada entre la gente a través de los clubs y sociedades populares. Porque lo que hace singular a la Revolución francesa es que en el intento de transformación profunda y voluntaria de la sociedad participaron amplios sectores de la población y no sólo las élites ilustradas. Gentes del pueblo invadieron los nuevos marcos institucionales que la revolución ofreció: tanto a nivel institucional como en el municipal o en el social , permitiendo una amplia participación en la vida pública. Ello cambió la vida política y amplió la práctica democrática. Se iniciaba así el aprendizaje de la ciudadanía, porque desde 1789 la política en su acepción nueva no quedó limitada a las cuestiones de gobierno o a los simples enfrentamientos de grupos, sino que fue al encuentro de los individuos, de sus relaciones y de sus reuniones, convirtiéndose por primera vez en elemento esencial de la vida cotidiana de hombres y mujeres. La progresiva constitución de este nuevo espacio político democrático impedía el proyecto de normalización de la vida política deseados por los elementos moderados de la Asamblea Constituyente. Una nueva concepción de la ciudadanía entró en conflicto con estos diputados ajenos al espíritu democrático naciente, que legislaron en contra de estas sociedades políticas. De nuevo dos conceptos de ciudadanía se enfrentaron, esta vez en torno al tema de la representatividad: para los moderados, el monopolio de la ciudadanía lo detentaba el cuerpo legislativo, sin que debieran tener lugar otras manifestaciones ciudadanas.
En consecuencia atacaron como «fraccionales y parciales» a los clubes y sociedades democráticos que por el contrario eran apoyados por los diputados que se sentaban a la izquierda en las Asambleas, hasta que en 1792 la caída de la Monarquía borró del mapa político a los sectores revolucionarios moderados. Este hecho nos plantea un problema real que recorre toda la Revolución francesa: ¿Cómo representar la Voluntad General que recaía en la Nación? Este es el celebre problema de la representación, tema anti-rouseauniano, con el que la Asamblea Constituyente tuvo que enfrentarse. La representación como algo inherente al conjunto de los ciudadanos fue defendida no sólo por los diputados más radicales de la Constituyente sino también en el seno del movimiento patriótico y democrático. La argumentación la basaron en el marco teórico de los derechos naturales: aceptaban la representatividad a condición de que los representantes tuvieran el menor margen de independencia posible, para que el sistema no degenerase, como les había ocurrido a los ingleses. En caso de conflicto entre ciudadanos y gobernantes en el que se pusiera en juego la representatividad de éstos, era la «voluntad general del pueblo» la que debía juzgar el valor de las leyes. El problema era cómo hacerlo, porque el artículo 6 de la Declaración de 1789 decía que «la ley es la expresión de la voluntad general», con lo que resultaba difícil sostener que sólo los diputados podían conocerla y ejercerla. La tensión entre éstos y digamos la soberanía del pueblo evidenció, por un lado, la inconsecuencia de los moderados y la fuerza de la cultura política común, y por otra la dificultad con la que los dirigentes revolucionarios tuvieron que trabajar. Ello les llevó a enfrentarse a la opinión pública, tan importante en la Revolución francesa, al obstaculizar la deliberación democrática y relegando a la esfera privada la importante sociabilidad política creada y desarrollada desde 1789. Las críticas de los demócratas radicales logró que se les reconociera a estas asociaciones una existencia pública, pero no política. Quedaba claro por consiguiente que el monopolio de la ciudadanía recaía en los representantes, en el cuerpo legislativo, lo que invalidaba la mediación necesaria entre la sociedad civil y el espacio público. Ello implicaba, como denunció el movimiento jacobino, una clara disociación entre derechos naturales y derechos cívicos, disociación que fue claramente reivindicada después por los liberales franceses del siglo xix.
La posición, en cambio, de los demócratas radicales respecto al problema de la representación se fundamentaba fielmente en el universo filosófico del liberalismo político de la declaración de 1789, al que añadieron su propia experiencia revolucionaria que les hacia preconizar un liberalismo humanista inspirado en una concepción ética del mundo. No pretendían construir un Estado separado de la sociedad sino un gobierno civil responsable ante la sociedad. Pretendían resolver en la practica el problema planteado por Rousseau, de cómo hacer compatibles los derechos del individuo con una sociedad igualitaria. Con tal objetivo, en aquellos momentos del nacimiento de la democracia moderna, estos jacobinos se vieron sometidos a una permanente tensión que les ocasionaba su proyecto político y social. Se veían abocados en ocasiones a promover las verdades cívicas a expensas del individualismo, teniendo que buscar un equilibrio entre la democracia directa y representativa. Su razonamiento era el siguiente: si es verdad que el Estado está al servicio de la sociedad, es preciso que los representantes se sometan al control popular, para que no exista distancia política entre el cuerpo gobernante y el cuerpo gobernado. Es decir, propugnaban una identificación entre el gobierno y la sociedad mediante la creación de un espacio público democrático en el que la sociedad pudiera participar en la elaboración de las leyes. La dificultad de conciliar la voluntad general con las voluntades particulares en una sociedad todavía injusta y con hombres corrompidos y viciados por siglos de opresión era y resultó enorme. Lograron sin embargo crear instituciones civiles democráticas destinadas a dotar a cada individuo de cuantos medios económicos, sociales, políticos y culturales les fueran precisos para convertir a cada individuo en un ciudadano igual en derechos. En esto consistía para ellos la democracia (Castells 1995). Estos jacobinos, que se llamaban a sí mismos «Sociedad de amigos de la Constitución», creían en el individualismo, pero inserto en la reciprocidad. Consiguieron dar un contenido concreto a los derechos del Hombre proclamados en 1789 y 1793 (Gross 2000). Sensibles a los problemas de la modernización juzgaron posible establecer, frente a un sistema de valores emergente centrado sobre el interés y el enriquecimiento, una sociedad fundada sobre la equidad y la fraternidad.
La segunda cuestión relativa al ejercicio de la ciudadanía, remite a la caracterización de la cultura electoral francesa durante la Revolución (Gueniffrey 1993, Edelstein 2002). Es necesario detenerse en ello, ya que la práctica electoral está estrechamente ligada con el tema de la representación. Cultura electoral significa los valores comunes y la reglas implícitas de comportamiento político. No hay acuerdo en la historiografía sobre este tema, es decir, sobre qué papel jugó la revolución francesa en la cultura electoral moderna. François Furet afirma, por ejemplo, que los revolucionarios sostuvieron una concepción rouseauniana de la voluntad general unitaria considerando por tanto toda oposición como ilegítima (Furet 1980). De ahí que afirme él y su escuela que el pluralismo, la competición electoral y la política de intereses serían extraños a la cultura política revolucionaria. De ahí tambiénque consideren que la Revolución prefiguró los totalitarismos del siglo xx. La historiografía contraria a esta interpretación, ha tratado de demostrar que este argumento se basa en un gran anacronismo. Es cierto que el pluralismo es un elemento fundamental de la democracia moderna, pero era extraño a la cultura política del siglo xviii. En ese sentido, sí que es cierto que la Revolución no creó la democracia en el estricto terreno electoral, las elecciones no adquirieron la misma esencial función legitimadora del poder político, tal como lo entendemos en la actualidad. La preocupación fundamental de los revolucionarios consistía en acabar con las posiciones políticas de poder basadas en el derecho hereditario, los privilegios estamentales, la compras de funciones administrativas, etc, y sustituirlas por cargos que fuesen accesibles a todo el mundo. Y dado que veían en el principio electoral el símbolo de la soberanía popular y la consecuencia del dominio de la ley, sometieron a ésta la ocupación de casi todas las funciones públicas: desde los jueces hasta los empleados de los servicios públicos, pasando por los comisarios de policía, estableciendo períodos de mandato muy cortos. Incluso en la etapa del sufragio censitario, hasta 1792, tuvo acceso a las elecciones una parte considerablemente mayor de la población que en la Gran Bretaña de aquellos tiempos e incluso que en los Estados Unidos de América. Los límites de la democratización y participación en las elecciones del período revolucionario son límites conceptuales condicionados por la época. Que no se tuviera en cuenta a los criados y empleados dependientes de sus señores resultaba tan natural para la gran mayoría de los revolucionarios como la exclusión por principio de las mujeres y la condición impuesta de poseer una cierta propiedad, como indicativo de formación, independencia e interés por la cosa común.
A éstos impedimentos venían a añadirse otros obstáculos políticos de la democratización, en especial en la fase revolucionaria radical. Me refiero, por ejemplo, a que los Montagnards, alegando el estado de excepción de la República, no pusieran ni siquiera en práctica su propia Constitución de junio de 1793, que contenía las condiciones electorales más liberales de la época. Y a partir del otoño de 1793 se aplazaron en la práctica todas las elecciones durante dos años, de modo que la Convención y el Gobierno revolucionario solamente tuvieron legitimación democrática al comienzo de su actividad. La participación electoral, importante hasta 1791, fue escasa desde entonces, con algunas excepciones puntuales. Sin embargo, lo que más relativizó el efecto democratizador de las elecciones fue el propio procedimiento electoral, que tenía por finalidad evitar fenómenos colectivos, tanto de la vieja sociedad corporativa como de la «democracia de masas». Para quebrar las solidaridades estamentales y comunitarias, así como las dependencias del Antiguo Régimen, todas las leyes electorales tenían como objetivo el aislamiento del ciudadano individual con derecho a voto. Las elecciones no hay que imaginárselas como en la actualidad, ni los ciudadanos votaban individualmente en el momento que les venía bien a lo largo del día, sino que eran convocados por carteles al son del tambor y se les daba una cita al día siguiente en su circunscripción, donde eran llamados nominalmente y debía justificar su condición de ciudadano activo. Junto a este individualismo democrático extremo en las leyes electorales de la Revolución, coexistía al tiempo un miedo latente a que se celebrasen asambleas electorales «tumultuarias», que dieran lugar a la formación de nuevos vínculos entre electores de tipo partidista y a las elecciones inducidas por intereses.
Lo que caracterizó las elecciones revolucionarias fue la ausencia de partidos políticos, de campañas electorales así como el nulo papel de la prensa en las elecciones. Solicitar el sufragio estaba mal visto y hacer campaña electoral chocaba con el principio de la libertad de voto. Para hacer una verdadera opción personal el elector debía estar al margen de toda influencia externa. El origen de la cultura electoral de los revolucionarios franceses, tiene su origen en tradiciones de Antiguo Régimen, como en las elecciones municipales y en las de los gremios, además de en sus ideas filosóficas. Al mismo tiempo, el modelo de los ejemplos históricos que tenían ante ellos, como el de la República romana o el de la cercana Inglaterra, les mostraba la corrupción existente en las elecciones, ya que las divisiones políticas y los conflictos entre los partidos ingleses eran contrarios a la idea francesa de unidad. Ni la Montaña ni la Gironda fueron partidos políticos. La oposición a los partidos políticos fue unánime. La ciudadanía se practicaba no en los partidos políticos, inexistentes como digo, sino en el marco de las asambleas generales de los ciudadanos, a nivel de los municipios, o en las sociedades populares. En estos marcos, los franceses y las francesas, se instruían y debatían, y los hombres votaban las decisiones que concernían a la vida municipal, pero ninguna de estas instituciones jugaban el papel de partidos políticos. Sólo durante el Directorio se apuntaron algunas candidaturas electorales, abriéndose una vía al pluralismo. Pero la aceptación de candidaturas y la oficialización de los partidos políticos no se establecerían en Francia más que muy avanzado el siglo xix. Buscar el pluralismo en la Revolución francesa es un anacronismo, pues la unidad nacional era el ideal de Francia en el siglo xviii.
En cambio sí fue la Revolución un laboratorio permanente de aprendizaje de la ciudadanía y de activación de la práctica democrática unida a una educación cívico-política (Genty 1987). Los franceses, que habían tomado la palabra en la redacción de los cuadernos de quejas, mostraron su intención de no renunciar a ella y de seguir expresando públicamente sus opiniones, tanto en los lugares tradicionales como eran la taberna, la tienda, el taller o el mercado, como en los nuevos organismos creados durante la Revolución. La progresiva constitución de esta nueva sociabilidad política sentó las bases del desarrollo de un potente movimiento llamado «sans-culotte», el del pueblo urbano de París. Desde la caída de la Monarquía en agosto de 1792, los ciudadanos pasivos habían invadido las asambleas de los barrios, reuniéndose varias noches a la semana en sesión abierta, cuando querían, para decidir sobre asuntos locales o de la República.
Su búsqueda obsesiva de la unanimidad revolucionaria les llevó a la práctica de la democracia directa y a la insistencia en que todos los actos políticos debían realizarse en público, a fin de que el pueblo pudiera distinguir a sus amigos de sus enemigos. La demanda de democracia engendrada por una amplia participación colectiva en la vida pública, hizo proliferar las asambleas de base, lo que constituía una forma muy evolucionada de democracia, mal adaptada a su estado todavía embrionario. De ahí el carácter a menudo abusivo y caricatural de las reglas impuestas al juego democrático, lo que se manifestó en el conflicto entre democracia directa y representativa. La aplicación extrema de la democracia directa, basada en el control y revocabilidad de los gobernantes por los gobernados, llevó a la crítica del sistema representativo de separación de poderes y a la reivindicación de que toda ley debía ser sancionada por el pueblo, lo que implicaba un control sobre el poder legislativo (la Asamblea), sobre el ejecutivo (el rey y luego los ministros), pero también sobre lo militar, administrativo y judicial. Todo ello comenzó a ponerse en práctica a nivel de las instituciones desde 1792, y está en la base de la radicalización de la Revolución. En la organización y desarrollo de la perspectiva política de este movimiento popular urbano, hay que tener en cuenta el papel desempeñado por los cuadros políticos revolucionarios salidos de la corriente democrática ya existente en 1789, a la que antes me he referido, la que configuró Robespierre y un sector de los jacobinos, que fue concretando sus ideas políticas paralelamente al desarrollo de la revolución campesina y de este movimiento popular urbano. En todas las instancias donde actuaron fueron siempre minoritarios, pero lograron imponerse coyunturalmente por el ascendiente que tomaron sus ideas en la teorización de la democracia y de la ciudadanía durante el período más radical de la Revolución, en 1793-1794. Robespierre defendió el principio de una soberanía popular efectiva en el marco de una República democrática fundada sobre el derecho. Nunca concibió la democracia sin el pueblo: defendió la revocabilidad de los elegidos, el derecho de las asambleas de los municipios a elegir diputados, a controlarlos, y, se mantuvo siempre fiel al concepto de no obedecer a los hombres, sino a las leyes en las que el ciudadano había participado. Sus ideas quedaron parcialmente plasmadas en la Declaración de Derechos de 1793, que declaró el derecho a la asistencia, al trabajo, a la instrucción y a la insurrección, con lo que pasó a ser el programa futuro de los demócratas.
Por todo lo que acabo de explicar, podemos decir que la Revolución francesa había puesto en pie, a la altura de 1793-1794, los tres tipos de derechos que debe abarcar una ciudadanía amplia: derechos civiles, políticos y sociales. Sin embargo, había un gran déficit: aunque se había establecido el sufragio universal masculino, las mujeres no habían obtenido, a pesar de sus luchas, la ciudadanía (Reichardt 2002). Reclamaron no sólo la ciudadanía sino su pertenencia al género humano y participaron en todos los movimientos populares bajo todas sus formas. Invadieron el espacio público durante la Revolución, y aunque ellas aparecieron como islotes dentro de una República que las excluyó de la ciudadanía, la universalidad de las ideas revolucionarias que se afirmaron en las Declaraciones de Derechos abrió la puerta a un futuro igualitario, también para ellas.
La ciudadanía universal y la identidad nacional
La construcción de la ciudadanía durante la Revolución francesa estuvo íntimamente ligada a la construcción de la identidad nacional, una nación que ya existía, pero que se redefinió en un sentido nuevo y revolucionario por su capacidad de luchar por su libertad y de imponerse frente a sus enemigos. De hecho, la divisa revolucionaria de libertad, igualdad y fraternidad, coloca el tercer elemento como el necesario para la creación de un espacio nacional repensado sobre las bases de la fraternidad. Es evidente que en la generalización del sufragio a todos los franceses tuvo mucho que ver la guerra contra la Europa aristocrática, pues quienes tenían que tomar las armas para defender la patria debían disponer también del derecho a elegir a sus gobernantes. Por esta razón, tras la caída de la Montaña, la Constitución de 1795 siguió reconociendo la ciudadanía política a todos los contribuyentes y también a quienes aún sin pagar contribución alguna habían participado en alguna campaña militar a favor de la República. Por ello, cuando la Patria fue declarada en peligro el 11 de julio de 1792 los ciudadanos pasivos invadieron las secciones de los barrios. La guerra radicalizó las formas de implicación de los individuos en la nación: todo ciudadano tenía que ser soldado: la defensa de la patria prolongaba bajo la forma de un deber su pertenencia a una comunidad que se expresaba por el derecho de voto.
Si este auge patriótico contribuyó a extender el proceso de extensión de la ciudadanía desde 1792, la guerra no fue la causa fundamental. Como he indicado antes, estaba ya inscrito en el espíritu de 1789 la idea de sufragio universal. Es la concepción del individuo-ciudadano la que triunfa desde el principio de la Revolución, al menos en el terreno de las ideas y de la filosofía política de la misma. La identificación entre Revolución, Patria y Nación, dio una dimensión eminentemente afectiva a la ciudadanía. La nación se definía por la inclusión de todos los ciudadanos que abandonaban sus intereses particulares, sus múltiples identidades, para entrar en la cité. No las abandonaban por la fuerza de la ley, sino por un impulso de entusiasmo colectivo. La nación, la patria, sólo podía dividirse por intereses opuestos, ya que solo el interés común, la voluntad general, debía animarla. En el lenguaje de los revolucionarios «Todo reagrupamiento parcial del soberano, es decir del pueblo, amenazaba la unidad de la nación». Por eso la ley tenía que impedir que todas las trabas que venían del Antiguo Régimen, con sus intrigas y fidelidades particulares, se reprodujeran bajo cualquier forma. Esta voluntad general nacional no se formaba mediante la armonía de intereses o por la representación de identidades locales o profesionales, sino a través de la adhesión juramentada y armada del conjunto del pueblo que se «levanta» en un acto coral de fraternidad, prestando el juramento de renunciar a los intereses particulares considerados como ilegítimos. Esto significó una revolución patriótica y fraternal, que acompañaba a la revolución política, constitucional, racional y universalista fundada sobre la ley. Fueron sobre todo los jacobinos quienes contribuyeron a dotar de contenido un contrato social fundado en la renuncia voluntaria de los intereses, pertenencias y fidelidades, con el objetivo de una unión en el cuerpo unitario de la nación.
Sin embargo, esta redefinición de la nación, desde la existencia de la guerra a partir de 1792, da lugar de nuevo al enfrentamiento de dos concepciones diferentes de la misma: apareció el nacionalismo francés que llevó a cabo una guerra de conquista y preparó la aventura napoleónica. Al soldado francés se le hizo creer que era el encargado de propagar la revolución al resto de los pueblos europeos. Pero el soldado francés no se comportó por lo general ni como un ciudadano ni como un defensor de los derechos del hombre. El militar profesional fue tomando el relevo del ciudadano-soldado y la guerra de conquista se impuso al anteponer los intereses conquistadores de la Gran Nación al derecho de los otros pueblos. Esta cuestión dividió a los revolucionarios. Fue Robespierre, quien retomó la proclamación de los Constituyentes en 1790 sobre los principios de derecho cívico y del derecho de gentes para teorizar que la guerra de conquista era incompatible con los principios de derecho natural declarados en 1789, afirmando la universalidad del género humano y el principio de la ciudadanía universal. Ser ciudadano, decía, es formar parte del soberano, es decir del pueblo, en una sociedad en que se respeta la igualdad de derechos entre los ciudadanos, pero también la igualdad de derechos entre los pueblos, es decir, la reciprocidad de la libertad a escala mundial. Al igual que en el derecho cívico la igualdad es la reciprocidad de la libertad, la fraternidad, según Robespierre, se presenta como la reciprocidad de la soberanía popular entre los pueblos. La Revolución era pensada como un proceso universal, pues su objetivo era restaurar los derechos naturales. La patria no era ni un lugar geográfico, ni un país, ni un territorio, sino la patria se encuentra en primer lugar en la ley natural que debe regir el género humano. Robespierre atacó la autonomía del ejercicio de soberanía nacional. No concebía la reducción de la ciudadanía a la de nacionalidad. La noción actual de nacionalidad es extraña a esta definición de la ciudadanía. Sin embargo, en este enfrentamiento de concepciones, la teoría del interés nacional se impuso sobre los derechos del hombre y del ciudadano, y el patriotismo revolucionario dio paso al nacionalismo conquistador de la Gran Nación. Ello estuvo unido al abandono, desde 1795, de la teoría de los derechos naturales del hombre. De este modo los derechos nacionales de los franceses se impusieron a los derechos del hombre y a la ciudadanía universal. La consecuencia, tras el episodio napoleónico, fue que el nacionalismo francés quedó separado de la herencia revolucionaria y perduró como patrimonio de la derecha bonapartista, al tiempo que los ciudadanos quedaron reducidos a casi súbditos bajo el Imperio napoleónico.
Bibliografía
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Wahnich S., 1997, L´impossible citoyen (L´étranger dans le discours de la Révolution française), Paris, Albin Michel.
Notes
[1] Este tratamiento de los extranjeros, fue cambiando a lo largo de la Revolución. En plena radicalización de la misma, durante 1793-1794, y en el contexto de la lucha contra la Europa aristocrática, la noción de «extranjero» se convirtió en una categoría política, identificada a la de «enemigo de la revolución». Véase sobre el tema el trabajo de Wahnich (1997).

citer article : Castells Irene , « La ciudadanía revolucionaria », Erytheis, 1, mayo de 2005, http://www.erytheis.net/texte-integral.php3?id_article=78

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