miércoles, 15 de septiembre de 2010

LA INFLUENCIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA EN AMÉRICA LATINA


Rubén Sánchez



En el proceso que condujo a la independencia de la América española la revolución francesa tuvo una gran importancia, junto con el movimiento de independencia de los Estados Unidos y la invasión napoleónica en España y Portugal. En este proceso se destacan las ideas heredadas de la ilustración y, sobre todo, la doctrina de la soberanía del pueblo, opuesta a la tradición que concentraba la soberanía en el rey, como base teórica en que se apoyó la independencia. Los hechos, sin embargo, deben ser matizados.En primer lugar, aunque entre las gentes educadas de la América Hispana y Portuguesa hubo mucha afición por la lectura, supliendo los libros la falta de universidades, y que circulaban por estos suelos, en los siglos XVII y XIX muchos libros de orientación moderna, la clase culta era una pequeña minoría y la educación controlada por la Iglesia. En segundo lugar, el hábito democrático que brotó en Francia era una expresión política de una clase en ascenso que, en su lucha por controlar el despotismo de la Corona y eliminar los privilegios, buscó crear una comunidad apoyada en el consenso. Convertida esta comunidad en sujeto político, tornase soberana e impuso un control sobre el Ejecutivo en un territorio identificado por una misma cultura (de allí la idea de nación), lo que supone la aceptación de un gobierno libremente consentido. En otras palabras, la. concepción política de la revolución francesa se concretó en el Estado -Nación. La realidad en América Latina, que heredó un modelo de Estado en una sociedad muy distinta a la sociedad europea es diferente. El orden social que se estableció en España y sus posesiones fue el de una aristocracia latifundista, unida a la Corona y a la Iglesia. En la comunidad hispana no se desarrolló la burguesía, no existió la Reforma Protestante y la influencia ideológica de la Ilustración fue débil. Asimismo, la pirámide social estuvo compuesta por un sistema de castas cuya reglamentación fue complicada y a menudo incongruente, sujeto a continuas modificaciones. Según el investigador argentino Ángel Rosenblat, ''las castas coloniales fueron resultado del mestizaje pero, al persistir, el proceso mismo del mestizaje tendió a la disolución de las castas". En este contexto, marcado por la desarticulación social, las doctrinas igualitarias del siglo XVIII y de la revolución francesa, al igual que el discurso republicano, permitieron la integración del mestizo, marginado por la colonia, al nuevo orden. Esta integración generó el sentimiento, imaginario, pero no por ello menos importante, de pertenecer a una misma nación.Sin embargo, lo nuevo después de 1776 y sobre todo después de 1789 no son las ideas, es la existencia de una América republicana y de una Francia revolucionaria. El curso de los hechos a partir de entonces hizo que esa novedad interesara cada vez más de cerca a Latinoamérica. En efecto, colocó a Portugal en una difícil neutralidad y convirtió a España, a partir de 1795, en aliada de la Francia revolucionaria y napoleónica. En estas condiciones aún los más fíeles servidores de la Corona no podían dejar de imaginar la posibilidad de que también esa Corona, como otras, desapareciera. En la América Española, en particular, la crisis de independencia fue el desenlace de una degradación del poder español que, comenzada hacia 1795, se hizo cada vez más rápida. En medio de la crisis del sistema político español, los revolucionarios no se sentían rebeldes sino herederos de un poder caído, probablemente para siempre. No había razón alguna para que marcaran disidencias frente a un patrimonio político- administrativo que consideraban suyo y entendían servir para sus fines. Más que las ideas políticas de la antigua España (ellas mismas, por otra parte, reconstruidas no sin deformaciones por la erudición ilustrada) fueron sus instituciones jurídicas las que evocaron en su apoyo unos insurgentes que no querían serlo. En todas partes, el nuevo régimen, si no se cansaba de abominar al viejo sistema, aspiraba a ser heredero legítimo de éste. En todas partes, las nuevas autoridades podían exhibir signos, algo discutibles, de esa legitimidad que tanto les interesaba.En todas partes, el nuevo régimen, si no se cansaba de abominar al viejo sistema, aspiraba a ser heredero legítimo de éste.Las revoluciones que se dieron, al comienzo sin violencia, tenían por centro el Cabildo, esa institución que representaba escasamente las poblaciones urbanas y tenía, por lo menos, la ventaja de no ser delegada de la autoridad central en su derrumbe.Fueron los cabildos abiertos los que establecieron las juntas de gobierno que reemplazaran a los gobernantes designados desde la metrópoli.Las primeras formas de expansión de la lucha siguieron también cauces nada innovadores: las nuevas autoridades requirieron la adhesión de sus subordinados y para ampliar la base revolucionaria declararon la igualdad de los hombres y emanciparon a los indios del tributo. La transformación de la revolución en un progreso que interesara a otros grupos al margen de la élite criolla y española avanzó de modo variable según las regiones. Pero la estructura social de la comunidad hispana, al carecer de burguesía, no permitió el funcionamiento real de un sistema basado en la voluntad popular.En efecto, la Corona era el vínculo que unificaba a las extensas posesiones españolas y la religión católica proporcionaba el sustrato filosófico del Imperio. El ataque ideológico de la revolución francesa contra la Corona y la Iglesia destruyó los cimientos en los cuales se basaba el Imperio Español a fines del siglo XVII y principios del XIX. De ahí el desarrollo de movimientos regionalistas en España y la balkanización de América. Si el fundamento del poder pasaba a la "nación", elementos como la lengua u otros factores culturales podían ser elementos del "nacionalismo", y así ocurrió en Cataluña y el país Vasco. En el caso de las colonias de España, la combinación simultánea de las consecuencias de las revoluciones industrial y francesa fue una mezcla explosiva.La estructura social de la comunidad hispana, al carecer de burguesía, no permitió el funcionamiento real de un sistema basado en la voluntad popular. Carentes del valor simbólico de la Corona, como vínculo integrador, los virreinatos se desintegraron en 18 países, con escasa población y con grados de debilidad tales que no sólo perdieron territorios frente a Estados Unidos, Gran Bretaña y Brasil, sino que llegaron a situaciones de marcada dependencia política y económica frente a las principales potencias de habla inglesa: Inglaterra y Estados Unidos.El caso brasileño es original. Cuando Napoleón invadió a Portugal, la flota británica trasladó la familia real de Lisboa a Río de Janeiro y, durante un tiempo, la capital del imperio lusitano estuvo en la ciudad brasileña. Terminadas las guerras napoleónicas, el rey retornó a su patria, pero su hijo Don Pedro quedó en Brasil y posteriormente lo independizó de la metrópoli estableciendo un imperio bajo la Corona de Braganza, que duró hasta 1889. Como consecuencia, Brasil mantuvo su unidad bajo un proceso de integración nacional gracias a la Corona. Se robusteció, por ende, la administración del Estado, se forjó una diplomacia profesional y el nuevo país independiente mantuvo las líneas de expansión geográfica heredadas de la colonia.En Hispanoamérica, terminada la guerra de independencia se esperaba que surgiera un nuevo orden cuyos rasgos esenciales habían sido previstos desde el comienzo de la lucha por la independencia. Pero éste demoraba en nacer: el nuevo orden no lograba penetrar en los esquemas ideológicos vigentes, si bien los cambios ocurridos eran impresionantes: no hubo sector que saliera ileso de la revolución. Las élites urbanas, en particular, se vieron privadas de una parte de su riqueza y se vieron involucradas en una decadencia irremediable. Un proceso análogo se dio en la Iglesia. La colonial estaba muy vinculada a la Corona, los nuevos dirigentes eclesiásticos fueron a menudo apasionados patriotas y contribuyeron a la causa con bienes eclesiásticos. Así, la Iglesia se empobreció y se subordinó al poder público. Sólo en algunas zonas (México, Guatemala, Nueva Granada, Sierra Ecuatoriana) el cambio fue limitado y compensado por el mantenimiento de un prestigio popular.Hubo, entonces, cambios importantes y la más visible de las novedades fue la violencia: la movilización militar implicó una previa movilización política que se hizo en condiciones demasiado angustiosas para disciplinar rigurosamente a los que convocó a la lucha. Las guerras de independencia fueron un complejo haz de guerras en las que hallaron expresión, tensiones raciales, regionales y grupales demasiado tiempo reprimidas. Concluida la guerra, fue necesario difundir las armas por todas partes para mantener un orden interno tolerable. De esta manera, la militarización sobrevivió a la lucha aunque fue un remedio a la vez costoso e inseguro. Las nuevas repúblicas pasaron a depender cada vez más del exigente apoyo militar y a gastar más de lo que sus recursos permitían.El nuevo orden no lograba penetrar en los esquemas ideológicos vigentes, si bien los cambios ocurridos eran impresionantes: no hubo sector que saliera ileso de la revolución. La gravitación de los cuerpos armados, surgida en el momento mismo en que se daba una democratización sin duda limitada pero real, de la vida política y social hispanoamericana, comenzó por ser un aspecto de esa democratización, pero bien pronto se transformó en una garantía contra una extensión excesiva de este proceso: por eso aún quienes deploraban algunas de las modalidades de la militarización hacían muy poco por ponerle fin.El rechazo ideológico a la Corona y la ausencia de una burguesía que posibilitara un sistema político basado en la "nación" llevaron a los países hispanoamericanos a la anarquía, a la carencia de fundamentos claros de legitimación del sistema político, y a la emergencia de caudillos y dictadores militares como medios de establecer gobiernos que, al menos, tuvieran un mínimo control sobre el territorio del país. Todavía en nuestros días existe un divorcio entre los fundamentos de la legitimación del poder y la forma en que se ejerce. Es así como mientras la casi totalidad de las Constituciones de Hispanoamérica consagran a la democracia, en la práctica se actúa mediante métodos autoritarios, ya sea por civiles o militares, en la mayor parte de los países. En muchos casos, se gobierna largos períodos mediante "estado de sitio" o de "excepción" que implica que el gobierno posee poderes casi dictatoriales, otorgados por el legislativo, de acuerdo con la Constitución. Es, en el fondo, un reconocimiento de la precariedad de la fundamentación ideológica del sistema que, en muchos casos, no guarda relación con la realidad social.4. La vigencia del mensaje de la revolución francesaEn América Latina se ha iniciado en los últimos años un proceso de convocatoria de elecciones libres y, en este contexto, se ha formulado el problema de los derechos humanos como un programa capaz de movilizar energías y alcanzar un considerable consenso social y construir una democracia sólida, fundada en el imprescindible consenso de la mayoría.Esta convocatoria es importante pero no es suficiente para garantizar la culminación del proceso democrático. Hace falta, además, un cambio de mentalidad, un remezón estructural y el establecimiento de mecanismos de participación social que aseguren la existencia de vínculos orgánicos entre el gobierno y los ciudadanos dentro de un marco de convivencia política y de tolerancia. Hace falta un cambio de mentalidad, un remezón estructural y el establecimiento de mecanismos de participación social que aseguren la existencia de vínculos orgánicos entre el gobierno y los ciudadanos dentro de un marco de convivencia política y de tolerancia. Hemos afirmado que el legado de la revolución francesa se resume en dos conceptos —soberanía popular y democracia— y en una comunidad que se concreta en el Estado -nación, lo cual supone un sistema de instituciones impersonales basado en la lealtad a la nación, no a grupos primarios, lo cual supone a su vez, una idea del individuo como figura esencial.En efecto, desde la desintegración del dominio feudal y colonial como formas predominantes de organización social y paralelamente, desde la implantación del capitalismo como sistema mundial, la idea del hombre, como figura privilegiada de lo social, se ha ido afianzando. Esta idea se plasmó en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que significó para su época, un paso importante en la defensa de la persona. Se conformó así una ideología plasmada en el liberalismo de la modernidad, que colocaba al individuo como anterior a la sociedad y al Estado. Allí, lo social no era constitutivo del hombre, sino que se presentaba como un límite que sólo le aseguraba la convivencia grupal. Los derechos humanos así proclamados guardaban silencio acerca de las formas concretas en las cuales se materializarían en sociedad. Y esto no es casualidad. La propuesta del liberalismo logró consenso universal, no sólo porque ofreció sustento ideológico al capitalismo, sino porque, en su forma misma, planteaba una especie de abstracción del hombre que lo hacía sujeto de derechos universales, fuera de la historia y de los padecimientos de los hombres. Los individuos eran todos iguales a condición de no hablar de los hombres concretos. En la América Latina contemporánea la cuestión que se plantea es la creación o el afianzamiento de Estados democráticos, lo que supone la necesidad de definir qué tipo de democracia se aspira a construir y qué estrategias se deben dar para alcanzar una apertura apropiada.Como la situación de cada país es diferente, es imposible definir una estrategia única. Lo que sí está claro es que un signo de los tiempos es el que los derechos no son sólo derechos del hombre y del ciudadano, sino que los derechos protegen al disidente y al hombre concreto. Protegen al disidente porque la democracia supone el reconocimiento del derecho a discrepar y esto se puede expresar a través de derechos clásicos como la libertad de expresión o manifestación, pero también a través de nuevos derechos exclusivos para el disidente, como la objeción de conciencia. Protegen al hombre concreto, porque se plantean hoy los derechos de seres humanos que tienen una calificación específica que es el objeto de protección o los derechos del débil, del marginado, del que está en minoría o no se puede defender por sí mismo. Estos derechos se consideran en cuanto son compatibles con los de la comunidad y nunca con un carácter absoluto.En la América Latina contemporánea la cuestión que se plantea es la creación o el afianzamiento de Estados democráticos, lo que supone la necesidad de definir qué tipo de democracia se aspira a construir y qué estrategias se deben dar para alcanzar una apertura apropiada. Para garantizar estos derechos, los Estados Latinoamericanos deben comenzar por dar una solución a la fragmentación del poder, y construir el Estado -nación cuyo modelo nos legó la revolución francesa, eliminando los mecanismos de afiliación primaria, de carácter clientelista y personal.Sólo en la medida en que el discurso republicano se articule con la práctica mediante un sistema de lealtades nacionales, no primarias y medievales, tendrá resonancia en nuestro continente una afirmación recientemente hecha por el escritor Umberto Eco:"Si hoy, un ciudadano al que un guardia asalta con malos modos le dice que le multe, pero que se comporte con respeto o le denuncia, es porque ha existido la revolución francesa. Puede que el ciudadano sea un aristócrata nostálgico que crea estar ejercitando los derechos de sus antepasados. El puede creerlo. Pero si el guardia entra por el aro es porque ha existido la revolución francesa''.

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